Comentario
Capítulo LXXV
Cómo gobernando Cusi Tito Yupanqui entraron en Vilcabamba dos religiosos del Orden de San Agustín y lo que les sucedió, y de la muerte del Ynga
Cusi Tito Yupanqui se introdujo en el señorío de los Yngas en Vilcabamba, no saliendo de allí, y se estaba con los orejones e indios de aquella provincia y así se pasaron algunos años en que gobernaron el conde de Nieva y el presidente Castro, hasta que vino a ser virrey de este Reino el discreto y prudente caballero don Francisco de Toledo. En este tiempo entraron en la provincia de Vilcabamba dos religiosos sacerdotes del Orden del Señor San Agustín, a predicar a los indios e instruirlos en la fe católica, llamados el uno Fr. Marcos, y el otro Fr. Diego Ortiz, natural de Sevilla, los cuales, con el fervoroso deseo de salvar almas y ponerlas en el camino del cielo, enviados por su prelado, se comenzaron a ejercitar en tan santa obra, predicando y doctrinando a Cusi Tito Yupanqui y a los indios que estaban con él, los cuales les oían de buena gana, porque los indios, en general, muchos se holgaron tener consigo sacerdotes y religiosos que los instruyesen en la fe del Redentor, como no estuviesen con ellos españoles. Estos dos religiosos los catequizaban y bautizaban, y muchos dellos recibieron el agua del santo bautismo, aprendiendo las cosas necesarias para él. Y uno dellos, Fr. Marcos, bautizó a Cusi Tito Yupanqui y le puso por nombre don Felipe. Pasado algún tiempo, el Fr. Marcos determinó salir fuera de la provincia, y para ello envió a pedir a la ciudad del Cuzco licencia a su prelado, y en habiéndosela enviado, salió de donde estaba el Ynga sin darle parte de su camino, por temor que tuvo que lo mandaría matar, por haber visto algunas señales de mala voluntad en él.
Sabido por Cusi Tito Yupanqui que el Padre Fr. Marcos se iba envió trás él indios que se lo volviesen a donde él estaba, y, llegado, le riñó mucho, con gran soberbia, diciéndole que por qué se iba, sin su licencia, de la tierra. Él, por desvelarle, le respondió que no se iba fuera, sino sólo paseándose, y esto le dijo porque entendió lo mandaría matar luego. Cusi Tito Yupanqui le dijo que no saliese de allí hasta que otro religioso quedase en su lugar. Otro día vino allí su compañero, Fr. Diego Martín, y se estuvieron allí, en Puquiura, obra de un mes con el Ynga, el cual estaba ya mudado de la buena voluntad con que había recibido el santo bautismo. Llevó consigo a los dos religiosos al pueblo de Vilcabamba, y yendo por el camino mandó echar un río por donde habían de pasar, que les daba el agua hasta la cintura, lo cual hizo con dañada y perversa intención, para que el camino les pareciese mal y la tiera áspera y fragosa, y no tuviesen deseo de quedarse allí con él, ni estar en aquella provincia.
No contento con esto, mando Cusi Tito Yupanqui que cuando llegasen al pueblo de Vilcabamba, saliesen las indias yungas que en él había, de dos en dos, vestidas como frailes, a hablar a los dos religiosos. Lo cual fue por hacer burla y escarnio dellos, teniéndoles en poco. Llegados al pueblo, no quiso se aposentasen dentro dél, porque no vieran las huacas y mochaderos que allí tenía, y los ritos y ceremonias que hacia, porque no se lo reprendiesen. Habiendo estado ocho días con el Ynga se volvieron los religiosos al pueblo de Puquiura, dejándole en Vilcabamba. Habiendo estado un mes allí, vinieron a los dos religiosos unos indios diciéndoles que junto a Vitcos, en un puesto llamado Chuquipalta, donde había una casa dedicada al Sol, estaba una piedra grande y basta, encima de un manantial de agua, y que della les redundaban muchos males, que los asombraba y ponía espanto y morían muchos indios dello, que decían que el diablo estaba en aquella piedra, y porque cuando pasaban los indios por allí no le adoraban como de antes solían ni le ofrendaban oro y plata, como antiguamente lo hacían. Rogaron muy encarecidamente a los dos religiosos que fuesen allá y conjurasen aquella piedra, para que de allí adelante no les hiciese mal ni los asombrase y que los librase de aquel peligro que allí tenían.
Los religiosos, oído esto, fueron allá, llevando consigo muchos indios y muchachos de la doctrina, cargados de cantidad de leña y quemaron la piedra, y desde que esto hicieron nunca más se vio cosa allí que causase temor a los indios, ni jamás ellos sintieron daño alguno, lo cual fue para mayor confirmación de la fe que predicaban entre los que estaban con ella contentos y conocían que el demonio huía, y tenía miedo de los religiosos y de las palabras santas que decían y se apartaba de la cruz, y donde echaban agua bendita no parecía más.
Dentro de ocho días que esto, sucedió salió para el Cuzco el Padre Fr. Marcos desde Puquiura, y quedó solo allí el Padre Fr. Diego, administrando los Santos Sacramentos y predicando el Evangelio a aquellos indios, porque sabía muy bien la lengua general de los indios, y así le oían de buena gana. Estando solo entró en la provincia un español llamado Romero, diciendo que era minero y que venía en busca de minas, las cuales hay en aquella provincia muy ricas, como después, gobernando don Francisco de Torres y Portugal, conde del Villar, este Reyno el año de mil y quinientos y ochenta y siete, pareció. Este español pidió licencia a Cusi Tito para buscar minas de oro y plata, y él se la dio luego, y anduvo de unas partes a otras buscando minas, hasta que las halló, y muy contento volvió al Inga y le trajo a mostrar los metales para que vistos fuesen a sacar mucho oro y plata. Como el inga lo vio, pesóle en el alma dello, porque se publicaba que en aquella provincia había minas y se sacaba oro y plata, y llegaba a noticia de los españoles que había en el Cuzco, entrarían muchos allá y enviarían soldados y conquistarían la provincia, y se apoderarían de toda la tierra, y vendría a perder la libertad y señorío en que vivían allí dentro los indios que estaban retirados, y mandó matar luego al español y cortarle la cabeza y que la echasen al río. Entonces estaba el Ynga en Puquiura, y como oyó el Padre Fr. Diego el alboroto que había en casa del Inga cuando mataron al español y llegó a su noticia, fue a gran prisa allá, a ver lo que era, si lo podía remediar, rogando al Inga no lo matase. Como Cusi Tito lo entendió, envió a decir al Padre Fr. Diego que no fuese a su casa ni entrase en ella, que le dejase matar aquel hombre, y si porfiaba, que le mandaría matar a él como al español. Viendo el Padre que ya estaba muerto y que no lo podía remediar, se volvió a su casa muy triste, con lágrimas y pesar notable en que no pudiese haber confesado a aquel hombre. Queriendo cumplir con una de las obras de misericordia, envió un muchacho de la doctrina a decir al Ynga, que ya que era muerto el español, le rogaba mucho le diese el cuerpo para enterrarlo como a cristiano que era, y el Ynga le envió a decir que no se lo quería dar, aunque más le importunase, y mandólo echar en el río que allí había.
No contento con esto el Padre, quiso hacer diligencia para si podría hallar el cuerpo en el río, y de noche salía a escondidas con algunos muchachos, y lo buscaba para enterrarlo, pero nunca lo pudo hallar, y llegando esto que hacía el Padre a noticia del Inga envió a decir al Padre que no procurase el cuerpo del español ni saliese de su casa para ese efecto, porque lo haría matar, y con esto, el Padre cesó de la santa obra que proseguía.
No quiso Dios dejar sin castigo a Cusi Tito Yupanqui de la muerte deste español y de las amenazas que había hecho al buen religioso, y de los menosprecios y escarnios que había mandado hacer a las indias vestidas en hábito de frailes, porque dentro de cinco días que sucedió esto, el Inga fue a un mochadero que tenía donde mató Diego Méndez, mestizo, a su padre, Manco Inga, y allí, con otros indios, estuvo llorando, y harto de llorar se volvió a su casa, y cansado y sudado aquella noche, comió mucho y bebió grandísima cantidad de vino y chicha, de lo cual aquella misma noche le dio el mal de la muerte, que fue un grandísimo dolor de costado y con él echar abundancia de sangre por la boca y narices; y habiéndose hinchado la boca y la lengua, esta enfermedad se le fue aumentando de tal suerte y arreciándosele el mal, que dentro de veinte y cuatro horas murió, quedando los indios muy tristes y desconsolados.